Juan inicia el capítulo tres de su primera epístola, llamando a la iglesia a que medite en el amor de Dios. Desea que recuerde lo que Dios le dio y como los enemigos de Cristo intentan separarla de esta bendición. Les dice:
Mirad cuál amor nos ha da do el Padre, para que seamos llamados hijos de Dios; por esto el mundo no nos conoce, porque no le conoció a él. Amados, ahora somos hijos de Dios, y aún no se ha manifestado lo que hemos de ser; pero sabemos que cuando él se manifieste, seremos semejantes a él, porque le veremos tal como él es (1 Juan 3:1-2).
Importancia de conocer el amor de Dios
El apóstol puntualiza que de no permanecer en el Jesús que les enseñó, y no confesarlo como el Cristo de Dios, continuarán en sus pecados y se avergonzarán en el día de juicio. Primero por engañarse a sí mismos, pretendiendo que no pecan; segundo, por rechazar el medio dispuesto por el Cielo para propiciar la ira divina y obtener el perdón que les ofrece. El apóstol desea que comparen lo que Cristo ganó para ellos con lo que les promete el mundo y el anticristo.
La exhortación tiene la intención de motivarlos a permanecer en la verdad y mantener un estilo de vida que sea de bendición para toda la congregación. Les recuerda lo que recibieron, lo que son ahora y lo que serán una vez el Señor se manifieste. Ninguna de estas bendiciones tendrán si abandonan la confesión del principio. El mensaje del anticristo no sólo los aleja de la verdad, igualmente de la comunión de los creyentes. El hecho de que el apóstol enfatice tanto en el amor a los hermanos es indicio de que la doctrina que se está introduciendo crea una actitud de egoísmo, de justicia propia y destruye el amor fraternal.
El misterio detrás del amor divino
El amor de Dios es un pensamiento clave en los escritos de Juan. Exhorta a la iglesia a: «Mirad cuál amor nos ha dado el Padre…». La palabra mirar es la misma que más adelante se traduce como saber. Te llama a observar con detenimiento para que percibas la profundidad y significado del amor que se te dio. Un llamado a una meditación seria, sabiendo que depende de ella tu destino eterno, de manera que descubras en ese amor todo cuanto el Cielo tiene destinado para ti.
La palabra cuál el escritor la emplea para describir la calidad y los alcances del amor. Aparece seis veces en el Nuevo Testamento y se la traduce «qué clase» para expresar la verdadera naturaleza de algo. Como por ejemplo: cuando los discípulos asombrados exclaman: “qué clase de hombre es éste”, al ver que Jesús ordenar al mar calmarse y éste le obedece, (Mateo 8:27); o cuando los fariseos murmuran porque una mujer pecadora toca a Jesús, y dicen: si fuera profeta sabría “qué clase de mujer es ésta”. Juan pide que prestes atención a cuán distinto a todo otro tipo de amor es el amor con que Dios te ama.
El único lugar donde se revela este amor es en el Cristo que estos hombres se afanan por destruir. “En esto se mostró el amor de Dios para con nosotros, en que Dios envió a su Hijo unigénito al mundo, para que vivamos por él. En esto consiste el amor: no en que nosotros hayamos amado a Dios, sino en que él nos amó a nosotros, y envió a su Hijo en propiciación por nuestros pecados” (4:9-10). Mientras que el anticristo niega que el Cristo vino en carne, Juan puntualiza que Dios reveló su amor cuando envió a su Hijo al mundo en propiciación por nuestros pecados. De esta forma vincula la venida del Hijo al mundo con la muerte del Señor, en pago por el pecado. Donde se niega una se niega también la otra. El apóstol se afana por mostrar que si Jesús no es el Cristo venido en carne, entonces no hay sacrificio por el pecado y nada que te libre de tu nefasto destino.
Este amor es incomprensible, no es un amor ganado. Dios no lo reveló porque hiciste algo especial; cuando vivías en tinieblas y te oponías a su luz, él tuvo misericordia y se entregó por ti; te amistó con él y derribó todo obstáculo que le impedía recibirte en su reino. Esto hace que el corazón maravillado diga: ¡Mirad que calidad de amor es éste¡. Esta singular revelación trajo Jesús de Nazaret al mundo, la que no puede ofrecer el jesús de estos falsos maestros.
La finalidad del amor de Dios
Este amor no es baldío, sin propósito, sin objetivo. No es una mera exhibición teatral. Tiene por misión lograr que los que abandonaron el hogar recobren su posición de hijos. «Mirad cuál amor nos ha dado el Padre para que seamos llamados hijos de Dios», escribe Juan. ¿Quién los llama de esta forma? Dios mismo; otra manera de indicar que los adoptó en su familia, nacieron otra vez, como resultado de este gran acto de amor. La adopción fue costosa, requirió la entrega del Hijo único de Dios.
Esta posición de hijo, que de aquí en adelante será el tema dominante del apóstol, la otorga el Cristo que vino en carne; quien es la demostración del amor de Dios. Introduce la idea por primera vez en el capítulo 2:29, le dice a la iglesia que cual el Padre son también los hijos; dicho de otra manera, si Dios es justo y ama la rectitud, de igual forma lo harán los que él engendró. Así demuestra que estos engañadores no proceden de Dios sino del diablo. Nuevamente aquí no es asunto de cómo el cristiano llega a ser hijos, más bien de cómo muestra que lo es. La iglesia reconocerá a los que no han nacido de Dios por su oposición a practicar la justicia. Es importante hacer notar aquí que para Juan la justicia o guardar los mandamientos es en primera instancia el creer en Cristo; y en segundo lugar, y como resultado del primero, el amar al prójimo. Así concibe lo que es el gran mandamiento sobre el cual descansan la ley y los profetas (3:23).
Aunque en este contexto Juan no establece como llegas a ser hijo de Dios, no obstante, lo deduces de la importancia que atribuye a confesar que Jesús ha venido en carne, para permanecer en la comunión con el Padre y el Hijo. Un pasaje paralelo al que estamos investigando es Juan 3:16, el cual sostiene que el amor que Dios reveló al entregar a su Hijo es bendición para todo aquel que en él cree. De lo que se concluye que conocer el misterio detrás del amor de Dios y el ser hijo depende enteramente de la fe que confiesa a Jesús como el Cristo venido en carne.
Al entrar a esta nueva familia te conviertes en enemigo del mundo, por esto el mundo no te conoce; pues, cómo pueden conocer al hijo cuando no conocieron al Padre. El aplauso del mundo evidencia que la iglesia está perdiendo su influencia, pues mientras cumpla su misión el mundo la aborrecerá, como aborreció al Hijo de Dios.
Lo que somos ahora como resultado del amor de Dios
Volvamos a las palabras de Juan para analizar un nuevo aspecto: “Amados, ahora somos hijos de Dios…y aún no se ha manifestado lo que hemos de ser”. Presta atención a dos palabras muy importantes en el texto, “ahora” y “aún no”. Ellas hacen un contraste entre lo que el cristiano es en estos momentos, con lo que será una vez Cristo vuelva. Esta doble realidad lo estimula a oponerse al anticristo y al mundo.
Hablaré primero del “ahora”. El “ahora” no hace referencia al presente en contraste con el pasado; apunta a los privilegios y bendiciones que disfrutas como cristiano en estos momentos; lo nuevo que llegó con Cristo. Te asegura que Dios te considera su hijo al reconocer que en ti mora el pecado, al confesar a Jesús como el Cristo y refugiarte en la propiciación que él efectuó. Las dificultades y problemas de esta vida aparentan decir todo lo contrario a lo que esta confesión sostiene. El diablo, como a Jesús, siempre te dirá: si eres hijo de Dios… no se supone que esto o aquello te esté pasando. De ahí que sea tan importante que medites en la clase de amor que te ha dado el Padre, para que te persuadas que no es como te sientas o las circunstancias a tu alrededor las que determinan tu posición de hijo, sino la palabra de la promesa que te hizo.
El “ahora” es, asimismo, un ataque a los que promueven el nuevo jesús con sus pretensiones de ser perfectos o que no pecan; como si dependiera de esto el pertenecer a la familia de Dios. El apóstol puntualiza que son hijos de Dios los que creen en Jesús como el Cristo venido en carne. Porque en ellos continúa el pecado, necesitan del mérito del Hombre justo que los representa en los cielos como su abogado. A pesar y por encima de la condición presente de imperfección, el Cielo testifica que «ahora somos hijos de Dios». Se engañan quienes aguardan alcanzar esta perfección en la carne, y de ninguna manera podrán confesar con perfecta seguridad que son hijos de Dios.
La confesión: «ahora somos hijos de Dios» te asegura los privilegios que vienen con esa posición. Por adopción eres heredero, y tu Padre celestial te ha dado el Espíritu como primicia de tu herencia. El Espíritu te permite comenzar a disfrutar del reino en el presente. Y saber que gozas de un cuidado especial de parte del Padre; Jesús te exhorta a que no te preocupes por la comida o el vestido, ya que tu Padre celestial conoce que tienes necesidad de todas estas cosas. Esta verdad te da la fuerza que necesitas para enfrentar la vida con un optimismo que otros no conocen a pesar y por encima de todas las dificultades que experimentas en estos momentos.
En este contexto, ser hijo es para Juan lo que es para Pablo la justificación por la fe: la garantía, la seguridad de que Dios te tiene por justos y gozas de la comunión con él y con su Hijo. Que esto es así se aprecia del hecho de que Juan, después de mostrar que los creyentes tienen pecado y pecan, declara que la sangre de Cristo limpia de todo pecado a los que reconocen su condición. También afirma que el Señor continúa garantizando el perdón para sus hijos por medio de la propiciación que efectuó. Ser hijo de Dios “ahora”, como lo ilustra la historia del hijo pródigo, es lo mismo que afirmar que el Padre te recibe una vez regresas al hogar, y te restituye los derechos dentro de la familia. En fin, que él otorga a sus hijos la promesa de la vida eterna (2:25), y no serán avergonzados en el juicio (2:28; 4:17). Como dice el profeta Isaías: «Verdaderamente tú eres Dios que te encubres, Dios de Israel, que salvas. Confusos y avergonzados serán todos ellos; irán con afrenta todos los fabricadores de imágenes. Israel será salvo en Jehová con salvación eterna; no os avergonzaréis ni os afrentaréis, por todos los siglos (Isaías 45:15-17). Pero, los que confían en el nuevo jesús del anticristo, saldrán avergonzados en el día final.
Lo que serás cuando Cristo vuelva
En su presentación, Juan hace claro que “aún no se ha manifestado lo que hemos de ser…” Analicemos un poco lo que esto significa. El “aún no” implica que todavía no ves en tu experiencia todo cuanto se te dio. Te insta a mirar al futuro, al tiempo de la manifestación de Cristo, cuando se convierta en realidad vivencial lo que recibiste en promesa. La perfección que pretenden los que promocionan al nuevo jesús es un engaño, no porque prometan algo totalmente incorrecto, sino porque cambian el tiempo y el lugar en que estas cosas se hacen realidad. En el “ahora” confesamos la perfección que Cristo alcanzó y que es nuestra, por cuanto él nos representa. En el futuro, que “aun no” está aquí, experimentaremos esta misma perfección en nuestra carne.
La verdad que comunica la frase “aun no” sirve de regla para enjuiciar la doctrina del anticristo y lo que el mundo te promete. El creyente aguarda su herencia en esperanza. Cuando el mundo le promete que en esta tierra puede dejar de sufrir, que la maldad terminará, que finalizará la injusticia social y que el hombre tendrá la panacea para todo problema y enfermedad; sabe que este mensaje no es de Dios. Pues la Biblia atestigua que todavía estas promesas no han encontrado cumplimiento, no se han hecho visibles a nuestros sentidos. Contradicen a Dios quienes pretenden que la enfermedad no tiene lugar en la vida de los hijos de Dios, que estos no experimentarán la pobreza o que el poder del Espíritu Santo los capacitará para lograr la perfección en la carne, pues el Espíritu Santo declara que: «aún no se ha manifestado lo que hemos de ser».
El cristiano obedece en esperanza; lo sostiene la seguridad de que es un hijo de Dios, bajo la cubierta protectora del perdón de Cristo. Reconoce que Dios espera que él no peque, que sea puro y cumpla de forma cabal con la ley; pero entiende que por más que desee tener estas cosas ahora: en su presente experiencia, aún no se ha manifestado lo que será. Entre lo que es, lo que trata de ser y lo que será, hay una gran distancia. Pero lo alienta la esperanza de saber que un día tendrá lo que ahora apenas logra gustar.
La gloria que aguarda al creyente
Todo cristiano vive en la esperanza de un día llegar a ser como su Señor. En la carne de Cristo, el Verbo creó la clase de humanidad que todos tendremos. En la segunda venida —no antes— recibiremos esta gloriosa bendición. Muchos tienen la idea de que es posible, en esta vida, llegar a vivir como Jesús y desarrollar las mismas cualidades de carácter que él posee; una vana ilusión. El hombre caído no tiene tal capacidad. Únicamente Dios, en la nueva creación, reproducirá la humanidad de Cristo en cada uno de sus hijos. En ese momento, y no antes, la baja naturaleza con su debilidad y corrupción será erradicada totalmente. Entonces se hará realidad la esperanza del cristiano de verse libre de los defectos e imperfecciones de su carne. Será un evento tan significativo y decisivo como el perdón que se otorgó en la cruz. En la experiencia del cristiano la perfección no es el fin de un proceso de crecimiento, sino un cambio súbito de una condición de pecado a una condición de gloria, o como Pablo dice: un abrir y cerrar de ojos, cuando de corrupto llegará a ser moralmente perfecto.
Ser semejantes a Cristo no es con exclusividad poseer la perfección de su naturaleza humana. Es en primera instancia lo que serás como resultado de ser hijos de Dios, y que Cristo ejemplifica perfectamente. Es la meta adonde Dios conduce la historia del hombre; predestinó conformar a los creyentes a la imagen de su Hijo. En otras palabras, que participen de su misma gloria como Señor y Rey de la nueva creación. Ellos también se sentarán a la diestra divina cuando el Altísimo los inaugure como reyes y sacerdotes para reinar juntamente con Cristo. Jesús en su oración final pidió al Padre: “La gloria que me diste, yo les he dado, para que sean uno, así como nosotros somos uno… aquellos que me has dado, quiero que donde yo estoy, también ellos estén conmigo, para que vean mi gloria que me has dado…”(Juan 17:22,24). Lo que Juan asegura que ocurrirá cuando Cristo se manifieste, “porque le veremos tal como él es”.
Esta es la esperanza que pretende destruir el mundo y el anticristo, sustituyendo a Jesús por algún placer o por un jesús de una calidad inferior al Jesús histórico. Si Jesús no es el Cristo que vino en carne, como sostienen estos falsos maestros, entonces no puede compartir lo que él mismo no consiguió. Si el Padre no lo exaltó a la posición de Cristo, tampoco puede hacerlo con la iglesia. Todo cuanto esperamos depende del fin que él experimentó y experimenta en estos momentos como Señor exaltado. Una esperanza que se proclame aparte de lo que él fue y de la gloria que disfruta, no es una doctrina cristiana de la esperanza. La confesión cristiana sostiene: Mi futuro es el futuro de Jesús; lo que él es ahora, eso seré yo.