La Escritura testifica que el conocimiento de Dios está accesible a todos los hombres. Él dejó en el mundo natural suficientes evidencias para que nadie tenga excusas. Todo el universo muestra pruebas contundentes de una suprema inteligencia, de un ser de absoluto poder que es la causa de todo cuanto en él hay.
Un científico decía que cuando la ciencia contempla el universo y niega que Dios existe comete un suicidio intelectual, al reusar aceptar lo que indican las evidencias. Sin embargo, la naturaleza no tiene la capacidad de revelar quién es ese Dios, y cómo es su carácter. La razón por la cual existe tanta idolatría en el mundo se debe a este hecho. El hombre, al ver las obras del Creador, forma su propio dios.
La revelación es una iniciativa divina mediante la cual él se da a conocer a sí mismo. El hombre llega a la convicción de la existencia de Dios porque éste le ha abierto los misterios de la naturaleza para que pueda descubrirle. “Yo sé que Dios existe” es tanto revelación como descubrimiento. Es decir, solo el Creador puede abrir el mundo a la comprensión de ser humano. Aun así, lo más que puede hacer la naturaleza es apelar al conocimiento y la razón, y dejar al hombre sin argumentos.
Pablo afirma que lo que se conoce de Dios es porque Dios mismo lo reveló. Lo hizo en el Antiguo Testamento utilizando la historia de Israel como vehículo para darse a conocer como Jehová, el Dios del pacto y la gracia. En el Nuevo Testamento se revela como el Dios fiel que cumple su promesa de gracia en la historia de Jesús, el Cristo. En esa historia de redención revela su carácter; y es ese encuentro con la auto-revelación de Dios lo que nos permite decir: “yo confío”. Nos movemos del “Dios existe” al “yo confío en Dios”. En la fe que agrada a Dios hay estos dos elementos: “… es necesario que el que se acerca a él crea que le hay, y que es galardonador de los que le buscan.”
La fe confiesa la existencia de Dios y cree en su bondad. Creer se exterioriza en la confesión cuando se afirma que hay un Dios y que él está por mi, que me ama. Y es esta convicción la que impulsa al que cree a confiarle toda su vida: su presente y futura. Llega a esta convicción al ser confrontados con la auto-revelación de Dios y no por la razón (aunque ella tiene su lugar).
Como señalé, se conoce a este Dios a partir de la historia de Israel y en Cristo. La Escritura tiene la función de preservar el registraron de estos actos divinos para que todos puedan conocerle. De ahí la importancia que atribuye el cristianismo a la Palabra en la revelación de Dios. La Palabra, el Verbo, es el instrumento por el cual Dios se da a conocer a sí mismo. Esta Palabra vino en forma de promesa, en forma de historia, y luego en la Encarnación, de lo cual se da testimonio en el registro escrito de las Sagradas Escrituras. Creer en Dios, desde la perspectiva cristiana, es creer en el Dios de la Palabra, aquel que se hizo presente en Cristo.
Creer entraña la entera confianza en ese Dios que nos muestra estar de nuestra parte, que procura nuestro bien y felicidad; un Dios dispuesto a toda humillación y a la muerte misma. En Cristo descubrimos una manifestación magistral, gloriosa, que va más allá de toda comprensión humana, que deja boqui abierto no solo a los hombres, también a los ángeles.
El conocimiento natural solo nos puede llevar a confesar lo que es evidente aun al más duro de los corazones. De hecho, también los demonios tienen esta creencia. Solo la revelación —la auto-revelación de Dios— puede llevarnos a confiar en Dios. Es a esto último lo que llamamos la fe cristiana. Si lo único que puedes hacer en esta vida es confesar que crees en Dios, eres un demonio; pero si confías en él, eres un cristiano.