Pensaba de la gracia como un poder que lo habilitaría para alcanzar la victoria y vencer cada pecado en su vida; transformaría su débil naturaleza, crearía en él el mismo carácter y la misma perfecta humanidad que Cristo tuvo. Le aseguraban que el Salvador había tomado una naturaleza humana caída y aún así había vencido cada tentación, pensamiento y deseo pecaminoso, con el mismo poder que la gracia otorga a todo creyente. Mediante el ayuno, la oración y otras prácticas que tenían como propósito purificarlo de la contaminación del mundo, pensaba poder vivir la misma vida perfecta que Jesús vivió. Con este error vivió muchos años.
Francisco había abandonado muchas cosas que en su forma de pensar lo contaminaban; asistía a reuniones especiales donde se fomentaba la experiencia espiritual. En muchas ocasiones le sirvieron de aliento y seguridad; le hacían sentir que Dios estaba en su vida, que era real; pero, como son las nubes en el cielo que ahora están y al rato desaparecen, así de pasajeras eran aquellas experiencias; y lo sumergían en mayor desesperación. Por lo que cuestionaba el poder de la gracia en su vida. Si ella es un poder para limpiarme ¿por qué existe tanta maldad en mi corazón?, se preguntaba.
Los años pasaban y su carne era tan corrupta como al principio, una espesa nube de dudas, un cielo que ocultaba la presencia aprobadora de Dios, lo sumergía en la incertidumbre. Aunque se guardaba de aquellas prácticas consideradas mundanas, percibía en su interior la misma fuerza que lo esclavizaba al pecado. Al igual que Pablo muchas veces gemía: “miserable de mí, ¿quién me librará de este cuerpo de muerte?”(Romanos 7:25) Los ritos y los mandamientos que obedecía tenían reputación en cuanto a la carne, pero nada podían contra su corazón rebelde y traicionero (Colosenses 2:23).
Un día, de esos que el Cielo le niega el consuelo a los moribundos, invitaron a Francisco a una reunión espiritual; a la cual asistió, empujando su cuerpo que ya resistía toda fórmula, métodos y técnicas para lograr la purificación de la carne. Estaba tan defraudado de Dios y del Cristianismo que practicaba, que muchas veces se vio tentado a entregarse por completo a las garras del placer de la carne, para escapar, aunque fuera de manera ilusoria, a los tormentos de su conciencia.
Esta reunión era diferente, cambiaría el resto de su vida y le daría una comprensión de Dios que antes desconocía. Se sentó y guardó silencio, absorbiendo cada palabra, cada pensamiento impregnado de una melodía celestial; un consuelo divino que respondía a cada una de sus inquietudes. Aquel momento fue un encuentro con la gracia, la que nunca había conocido y por la cual suspiraba sin saber por qué lo hacía. Cristo dejó de ser el modelo que luchó por imitar por tanto tiempo y que cada vez veía tan distante, para transformarse en el poderoso y misericordioso Salvador que los discípulos descubrieron. Por primera vez llegó a comprender lo que significa que Dios tiene por justo al impío; y Cristo se convirtió en su único y mayor tesoro.
En el pasado había hecho de la gracia un poder sobrenatural, una capacitación especial, y miraba a su interior, a su experiencia, conducta y buenas obras en procura de seguridad. Un camino que lo había llenado de confusión y horribles tormentos. Ahora sus ojos estaban hechizados por la gloriosa perfección del Salvador, su corazón rebosaba de alegría, y disfrutaba de una certeza que nada en este mundo le había podido otorgar: la que sólo entienden los que vienen al manantial de la gracia a beber de sus cristalinas aguas. Francisco descubrió que la gracia le había otorgado en Cristo toda la justicia y perfección que necesitaba. Sobrecogido por esta revelación, ahora podía confesar que era justo, no en la carne, pero si en su Representante celestial. Dios le había mostrado que la perfección que necesitaba para estar delante de su Juez ya la tenía en Cristo, preservada para él en el cielo. Esa verdad le otorgó paz.