El secreto para que Dios te considere justos es la perfecta conformidad con su ley. Esto quiere decir que para que apruebe tus actos y los considere dignos de algún reconocimiento, deben conformarse con su norma; y la fe, como veremos, no entra en esta categoría. Algunos ponen tanta confianza en la fe que han hecho de ella su salvación. Es importante entender que no tiene esta habilidad por cuanto es imperfecta, el producto de seres pecaminosos. Esto parecerá raro al lector que está acostumbrado a escuchar que la necesita para ser salvo. Le pido que sea paciente y analice lo que estaré presentando.
Al hablar de fe aludo a aquella confianza con la cual tenemos por cierta toda promesa divina. Tener por cierto significa que no dudamos de la veracidad de las palabras de Dios ni de su poder para hacer todo cuanto ha prometido. La pregunta que debemos hacernos es: ¿pueden seres pecaminosos como nosotros tener una fe donde no exista señal alguna de incredulidad?
Cuando enseñamos que la fe ha de ser cierta y segura, no nos imaginamos una certidumbre tal que no sea tentada por ninguna duda, ni concebimos una especie de seguridad al abrigo de toda inquietud; antes bien, afirmamos que los fieles han de sostener una ininterrumpida lucha contra la desconfianza que sienten en sí mismos. ¡Tan lejos estamos de suponer a sus conciencias en una perfecta tranquilidad nunca perturbada por tempestades de ninguna clase!”
Como ves, Calvino entiende que la fe de la cual muchos se glorían está llena de dudas. La fe requiere perfecto conocimiento para que tenga perfecta certidumbre; y nosotros no tenemos tal conocimiento. La fe no es simplemente creer sino confiar. Confiar es descansar en Dios libre de toda desconfianza en medio de toda circunstancia que esté contradiciendo la promesa que ha hecho.
En una ocasión Jesús dijo que si nuestra fe fuera como un grano de mostaza podríamos mover montañas. Que yo sepa, nadie lo ha hecho. Alguno argumentará que esto es una forma figurada de hablar, y no debe entenderse literalmente. Lo cual es cierto, pero, ¿qué trata de demostrar esta forma de hablar? Que nuestra fe es demasiado pequeña, que si únicamente fuera del tamaño del grano de mostaza lograría lo imposible.
La Fe Como Descubrimiento de Nuestra Incredulidad
Una de las verdades evidentes en la vida de Cristo es que para él la fe significó depender enteramente de su Padre. Cuando en la cruz el diablo lo tentó diciendo: “si eres Hijo de Dios sálvate a ti mismo”, nos enseñó que la verdadera confianza consiste en permitir que Otro nos salve. Al examinar nuestra fe descubrimos que la maldad del corazón humano es tal que desea depender de sí mismo para tener de qué gloriarse. Jesús enseñó, de acuerdo a Juan 16, que la obra del Espíritu es convencernos de pecado, el cual identificó como “no creer en mí”. Percibió el pecado como un acto de desconfianza. En Marcos aprendemos que nuestra fe es tan débil que sólo podríamos llamarla incredulidad.
“Jesús le dijo: Si puedes creer, al que cree todo le es posible, e inmediatamente el padre del muchacho clamó y dijo: Creo; ayuda mi incredulidad. Y cuando Jesús vio que la multitud se agolpaba, reprendió al espíritu inmundo, diciéndole: Espíritu mudo y sordo, yo te mando, sal de él, y no entres más en él”. (Marcos 9:23-25)
La fe de este hombre, que vino suplicando de Jesús el beneficio, reconoce que por ser incompleta e imperfecta no es suficiente para recibir todo cuanto pudiera. En su desesperación por obtener la bendición exclama: “creo, ayuda mi incredulidad”. Asiente que ni siguiera merece llamarse fe, y se tiene a sí misma como incredulidad, por lo que suplica asistencia. El misterio de la fe es que cuando ella se hace presente revela cuán incrédulo eres. Necesitas creer para descubrir tu incredulidad. ¡Qué paradójico! Es una realidad que aquellos que no creen son los que pretenden tener una fe grande, pero el creyente vive día a día reconociendo la imperfección e ineficiencia de su fe.
Otro ejemplo de la imperfección de nuestra fe se encuentra en Mateo 14, los discípulos estaban aterrorizados por la experiencia que estaban pasando, su barca se estaba hundiendo azotada por las olas a causa del fuerte viento, y el Maestro no estaba con ellos. De pronto, a la distancia se asoma la silueta de Jesús, y los discípulos viéndole andar sobre el mar se turbaron pensando que era un fantasma; él enseguida les habla para calmar su ansiedad: “no teman que soy yo”, les dice. Entonces le respondió Pedro, y dijo: “Señor, si eres tú, manda que yo vaya a ti sobre las aguas”. Y él dijo: Ven. Y descendiendo Pedro de la barca, andaba sobre las aguas para ir a Jesús. Pero al ver el fuerte viento, tuvo miedo; y comenzando a hundirse, dio voces, diciendo: ¡Señor, sálvame! Al momento Jesús, extendiendo la mano, asió de él, y le dijo: ¡Hombre de poca fe! ¿Por qué dudaste? (Mateo 14:28). Jesús llama a la fe de Pedro “poca fe”, reconociendo la duda que en ella había. Aun con la seguridad del perdón a menudo tu fe se sacude ante las pruebas de esta vida, y como Pedro, sucumbes en el mar de la incertidumbre y la desesperación, y si no fuera por el amor de Cristo, perecerías. Esto es importante que lo entiendas, pues sólo así te darás cuenta que es la gracia, no tu fe, la que obra el milagro de la paz y la bendición de la salvación. Calvino está al tanto de esto al sostener que:
“…la fe no tiene por sí misma fuerza alguna para poder justificar sino en cuanto acepta a Cristo… Porque si la fe justificase por sí misma o en virtud de algún poder oculto, con lo débil e imperfecta que es, o lo podría hacer más que parcialmente; y con ello la justicia quedaría a medio hacer e imperfecta, y sólo podría darnos una parte de la salvación. …antes bien decimos que, sólo Dios es quien justifica; luego atribuimos esto mismo a Jesucristo, porque él nos ha sido dado como justicia; y en fin, comparamos la fe a un vaso, porque si no vamos hambrientos y vacíos, con la boca del alma abierta deseando saciarnos de Cristo, jamás seremos capaces de él.”
La Fe es un Grito de Desesperación
Es pues la fe el grito del alma que desesperadamente reconoce que en ella sólo existe incredulidad; una convicción que te sobrecoge al contemplar la gloria del evangelio y, como Pedro, al estar hundiéndote, gritas: “sálvame que perezco”. Cuando te predican el evangelio, la luz de Cristo penetra a la oscuridad de tu alma y descubres algo que antes no habías visto, y anhelas algo que sabes que tu débil fe, o más bien tu incredulidad, no puede obtener. Nos vemos impotentes, como el enfermo que sabe que va a morir, pero desea sanidad; como el esclavo que vive bajo el tirano y desea libertad. La fe es como los cánticos tristes que Israel cantaba mientras estaba cautivo en babilonia. Bajo la luz de la luna, en el reposo de la noche, suspiraban por la libertad que no tenían. Jehová escuchó su gemido y salió a socorrerlos. La fe no tiene el poder de librarnos de nuestra condición pero gime y suspira por salvación. Es ese gemido de impotencia el que el cielo no ignora y extiende su mano para salvarle.
La Fe Mendiga la Gracia
La fe que justifica es como la mujer cananea que vino en procura de sanidad para su hija y Jesús la rechaza asegurándole que la bendición es para los hijos. La trata como una perrita, no obstante, sabiendo que no puede reclamar nada, por ser lo que es: incredulidad. Se aferra angustiosamente a la mesa del Señor para comer de las migajas que caen de ella. Mendiga la gracia, y no le da vergüenza el estar a los pies del Maestro; no le da vergüenza confesar que nada merece, pero de una cosa está segura, y ésta es, que sólo él puede otorgarle la bendición.
“Y ella dijo: Sí, Señor; pero aun los perrillos comen de las migajas que caen de la mesa de sus amos. Entonces respondiendo Jesús, dijo: Oh mujer, grande es tu fe; hágase contigo como quieres” (Mateo 15:27-28).
Lo absurdo de la gracia es que reconoce como fe grande la que confiesa que nada merece, que ha llegado a esta gracia como pordiosera. No hay gemido del alma que se acerque de esta manera a Dios que él no lo escuche. El punto que deseo hacer notar es que la fe en sí misma es paradójica, porque su naturaleza es tal que en lugar de hacerte ver cuán poderosa es tu confianza, te muestra cuán débil es y cuánta incredulidad hay en ella. Si lo que llamas fe es imperfecta y toda imperfección es pecado, entonces, en lugar de ser fe es incredulidad. Pues pecado es todo lo opuesto a la justicia, e incredulidad lo opuesto a la fe, por lo que una fe imperfecta tenemos que llamarla como lo que es: incredulidad.
En fin, si la fe ha de justificar, no lo hará en virtud de su fuerza o perfección, sino en virtud de la gracia que escucha el gemido del Espíritu que se abre paso a través de la incredulidad para hacernos desear la fe de Cristo, la cual se apodera de la bendición de nuestra justificación. Es esa fe la única que puede recibir el beneficio que Dios promete.
La Fe y la Humanidad Representativa de Cristo
Es doctrina cristiana que Cristo vino al mundo como el Segundo Adán a fin de colocarse frente a Dios como Representante de todos los hombres; es decir, que vino con la misión de re-vivir y recrear en su propia historia, la historia original del primer Adán, con la finalidad de lograr lo que éste fracasó en hacer a causa de su caída.
En el registro bíblico encontramos, desde Génesis hasta Malaquías, la historia del primer Adán con sus constantes caídas; siendo redimido, vez tras vez, por la misericordia divina. En ocasiones su maldad es tal que su Creador tiene que exterminarlo de la tierra, manteniendo un remanente con el cual continuar la vida humana. Este Adán muestra el caos de su naturaleza al mantener una actitud idólatra mientras adora a Jehová. Es un hombre dividido que no entiende lo que hace y desconoce las consecuencias de su maldad. Constantemente Jehová le recuerda que Uno de su descendencia lo salvaría.
Mediante los pactos de la promesa Dios levanta a este Adán de su miseria, lo libra de la esclavitud de Egipto, y lo introduce en la tierra prometida. De allí lo expulsa, como lo hiciera del Edén, por no guardar los términos de la alianza. Nuevamente muestra que no puede permanecer fiel a su Creador, por lo que lo envía de nuevo a la esclavitud. Su historia es de fracaso y, como resultado, una de juicio.
El Antiguo Testamento es el registro de esta historia, y revela de forma única las consecuencias de vivir en la incredulidad, en ese intento de ser independientes de Dios, procurando la vida aparte de él. Todo esfuerzo por escapar de su ruina ha fracasado y lo único que sostiene su esperanza es una promesa que aguarda cumplimiento.
El Nuevo Testamento, por otro lado, abre sus páginas proclamando el plan divino para regresar al hombre a su posición de criatura: Dios toma nuestra humanidad, el Verbo se hace carne. El primer Adán fracasó por querer ser como Dios, pero el segundo alcanzaría la victoria al Dios hacerse hombre. Esta revelación muestra que si has de gozar de felicidad y armonía con el Creador, necesitas entender que ésta sólo se encuentra en aceptar lo que eres, una criatura. Cristo no vino para hacerte como Dios, vino para restaurarte la posición que antes tenías en absoluta dependencia del poder y la bondad divina.
El Nuevo Testamento es la narración de lo que ocurrió en la historia del Segundo Adán, desde su nacimiento hasta su entronización. Cuando lo aceptamos de esta manera no procuraremos entendernos aparte de Cristo, ya que es su historia de la cual se habla, y como ella ha pasado a ser la nuestra. Interpreta incorrectamente las Escrituras quien desea encontrarse a sí mismo en sus páginas. Ellas hablan de un nuevo Génesis, un nuevo comienzo para la humanidad, en este Segundo Adán. Por lo tanto, nuestra historia, nuestra vida, no es la que vivimos en nuestra carne, sino la que hemos vivido en la carne de él. Hasta que no aprendamos a vernos como su cuerpo, no entenderemos el significado de esa historia y cómo nos ha afectado.
En ella volvimos a nacer, nos circuncidaron al octavo día conforme a lo que la ley demandaba. Crecimos en la gracia y favor divino, y cuando nos bautizaron escuchamos a Dios declarar: “este es mi Hijo amado, en el cual tengo complacencia.” De allí nos llevó el Espíritu al desierto donde el diablo nos tentó. Se probó nuestra fe y en nuestra lucha contra el enemigo, salimos victoriosos. En esta poderosa fe, obtuvimos todo cuanto pedimos al Padre y nada nos negó, hicimos milagros, sanamos enfermos, levantamos muertos, y aún sujetamos a la naturaleza. Todo por la enormidad de nuestra fe, porque al que cree todo le es posible. Con esta misma fe resistimos el Getsemaní en nuestra última lucha contra el diablo, confiándonos a la voluntad de nuestro Padre. Enfrentamos el juicio de Caifás y Pilatos, y con esta misma fe fuimos a la cruz, permaneciendo en ella a pesar de que se nos instaba a que bajáramos de allí, fiándonos, aún en medio del abandono, al mismo Padre que nos había guardado desde el principio. Por la fe confesamos que si él no nos salva, no nos salvaríamos nosotros mismos. Fue así que al terminar nuestra carrera por este mundo Dios nos ascendió, nos glorificó y nos sentó a su diestra (Efesios 2:6). Así deberíamos leer el Nuevo Testamento.
El autor de Hebreos habla de Jesús como el “autor y consumador de la fe.” En el capítulo 11 da una lista de hombres de fe y sus logros, pero es en el 12 donde afirma que Jesús es el verdadero hombre de fe, que la llevó a su perfección. F. F. Bruce comenta sobre estos versos:
“(Hebreos)…presenta a Jesús como aquel que ha abierto el sendero de la fe y el mismo que corrió la carrera de la fe hasta su final triunfante…Jesús no sólo es el pionero de la fe: en él la fe ha alcanzado su perfección. “Confió en Dios”, dijeron de él cuando estaba en la cruz; la implicación era: “¡De mucho le sirve su confianza en Dios ahora¡…Toda la vida de Jesús estuvo caracterizada por una fe inquebrantable en su Padre celestial, y nunca fue más que cuando en el Getsemaní se encomendó en las manos de su Padre para la muy dura prueba de la cruz.” (La Epístola de los Hebreos, pág. 354,355)
La Fe que Salva es la Fe de Jesús
Como pudiste apreciar en los párrafos anteriores, nuestro argumento es que tu fe es imperfecta y necesitas una perfecta. Y ésta se encuentra únicamente en Jesús. La fe de Cristo es la confianza que ejerció como Segundo Adán y con la cual ganó la victoria. No sólo murió por nosotros, sino que se arrepintió en nuestro lugar (esto es lo que significa su bautismo) y también creyó en nuestro lugar. Es su perfecta fe la que obtiene para nosotros toda bendición. Nuestra débil fe, como un suspiro que se apaga, como una vida que se desvanece, grita desesperadamente aferrándose de la perfecta fe de Cristo para reclamar su justificación delante de Dios.
Una de las razones por lo que se hace difícil entender este punto es por la traducción que han hecho de la expresión la “fe de Jesús”. Nota lo que Pablo dice en Romanos 3:21-26
“Pero ahora, aparte de la ley, se ha manifestado la justicia de Dios, testificada por la ley y por los profetas; la justicia de Dios por medio de la fe en Jesucristo, para todos los que creen en él. Porque no hay diferencia, por cuanto todos pecaron, y están destituidos de la gloria de Dios, siendo justificados gratuitamente por su gracia, mediante la redención que es en Cristo Jesús, a quien Dios puso como propiciación por medio de la fe en su sangre, para manifestar su justicia, a causa de haber pasado por alto, en su paciencia, los pecados pasados, con la mira de manifestar en este tiempo su justicia, a fin de que él sea el justo, y el que justifica al que es de la fe de Jesús.”
Tanto en el verso 21 como en el 26, la expresión “fe en Jesús” y “fe de Jesús” son la traducción de “pisteos iesou”, es el traductor el que ha hecho la diferencia. Pablo no está hablando de la fe en Jesús, que sería nuestra fe en él, más bien de la fe personal de Jesús. Esto es más evidente cuando vemos que después de haber dicho: “por medio de la fe de Jesucristo”,añade: “para todos los que creen en él”, que sería una redundancia pues estaría diciendo lo mismo. El Dr. James MacKnight comenta:
“Yo pienso que la cláusula original no significa fe en Jesucristo, que en ocasiones es el significado de la expresión, sino “a través de la fe de Jesucristo”, como es correctamente traducida en nuestra Biblia en inglés; entendiendo por esto, ‘la fe que Jesucristo tuvo’…por cuanto éste es el significado claro de la expresión en Filipenses 3:9, donde la ‘justicia que es a través de la fe de Cristo’ es entendida como ‘la justicia que es de Dios por la fe’. De la misma manera que en Romanos 4:16 ‘aquella que es de la fe de Abraham’ no significa fe en Abraham, sino la fe que Abraham ejerció…vea Gál. 2:16 donde PISTEOS IESOU, como en este verso, significa la fe que Jesús poseía.”
Si ésta es la traducción correcta, y creo que lo es, entonces Pablo está sosteniendo que Dios otorga su justicia por la fe de Cristo a aquellos que creen. Lo cual es lo mismo que declarar que tu imperfecta fe se aferra de la perfecta fe de Jesús para obtener la bendición de la justicia divina; y que es su fe la que obtiene la justificación de la cual gozas.
Lee el texto de Gálatas donde se expresa una idea similar. “Sabiendo que el hombre no es justificado por las obras de la ley, sino por la fe de Jesucristo, nosotros también hemos creído en Jesucristo, para ser justificados por la fe de Cristo y no por las obras de la ley, por cuanto por las obras de la ley nadie será justificado” (Gál.2:16). Pablo está afirmando que tu justificación no proviene de tu obediencia a la ley sino de la fe de Cristo. Si la expresión significara ‘fe en Jesús’ entonces estaría diciendo que “hemos creído en Jesucristo, para ser justificado por creer en Cristo”, como si estuviera diciendo lo mismo; pero no es así, él está expresando dos ideas diferentes. Hablando de lo que Cristo ha hecho y como nuestra fe se apodera de ello.
La idea de estos versículos, y de otros similares, es que la humanidad del Señor tomó el lugar de la nuestra para cumplir lo que no pudimos. Puesto que necesitamos una fe que se aferre a Dios y a sus promesas, sin dudar de ellas, Cristo vino para ofrecerla. En su vivir, labró en su carne la fe inconmovible, la fe que todo lo puede, la fe que todo lo espera, la que obtiene el veredicto divino de la justificación. Si entendemos el principio establecido que la humanidad de Cristo nos representa, entonces, podemos afirmar que la justificación no es en primer lugar nuestra justificación, sino la de Cristo, la cual su fe adquirió; y todos los que están en él gozan de ella.
Conclusión
La fe de la cual muchos se glorían como la base o fundamento de su justificación es tan débil y tan pobre que sólo podemos llamarla un “gemido del alma” que aprisionada por su propia incredulidad desea ser liberada. Es la humanidad de Cristo, con la firmeza de su fe, la que logra rescatar nuestra pobre fe de perder la bendición prometida. Alguien ha dicho: “el Hijo es el agente que cree, que tiene la habilidad de verdaderamente creer, que cree a pesar de toda contradicción” Cuando aseguramos que su obediencia nos justifica, en nuestra mente a menudo excluimos su fe, sin embargo ella es parte de lo que llamamos su obediencia, la cual consiste en todo cuanto hizo mientras vivió. Es pues su fe la que nos justifica y esto acontece cuando nuestra débil fe, como la mano de Pedro se extiende agonizante y desesperada clamando: “sálvame que perezco”; “creo, ayuda mi incredulidad”. Su fe es mediadora de la nuestra; es decir, que nuestra fe llega a Dios por medio de la de Cristo, de esta manera no se descubre nuestra incredulidad, antes se deja ver su poderosa fe. Cuando ella reclama la bendición, nada se le niega, por cuanto Dios mismo ha dicho: “al que cree todo le es posible”, y también en otro lugar declara: “como creíste te sea hecho”. Y es así, en la firme confianza de Cristo que logramos nuestra justificación y justicia.
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