Lo que crees afecta tu salud

preocupación1La mañana del Domingo, después de la celebración de acción de gracias, fui a visitar a mi hermano Sebastián. El día estaba soleado, una temperatura muy agradable, el cielo pintado de azul y el follaje de los árboles vestía su acostumbrado manto dorado, propio de la estación; una gama de colores cálidos vibrantes. Era un hermoso día. Inspiraba salir al parque a contemplar la naturaleza que tan bondadosamente Dios adornaba para el deleite de sus criaturas.

Llegué a la casa de Sebastián, era un hombre humilde, de escasos recursos, pero con un alma grande. Amaba a Dios, su rostro estaba marcado por cicatrices, las que dejan las rocas y los arbustos en aquel que está intentando escalar la montaña de la perfección moral. Mostraba las luchas que vivía tratando de agradarle. El esfuerzo le había causado perturbación emocional, su voz estaba opaca, sus movimientos lentos y sus pasos temblorosos; se notaba debilidad en su cuerpo. ¡Cuán pocos entienden la contienda que enfrentan aquellos que, como Isaías, han venido ante la presencia de Dios y han contemplado su grandeza! El descubrimiento de su indignidad y la necesidad de perfección moral en sus vidas los agobia, se sienten frustrados, empeñados en agradar a Dios, en una agonía constante al saber que no lo hacen.

Sebastián pasaba las noches atribulado, gimiendo, desnudando su alma ante Dios por la indignidad en la cual se veía. Tenía un sentido tan real de lo que era el pecado que la vida misma le era un fastidio, temía hasta de vivir, cada momento era una experiencia de lucha y de pecado. Quería hacer el bien, deseaba vivir para la gloria de Dios, sus ojos iluminados por la palabra que lo alimentaba le hacían ver que aún las obras que procuraba para la gloria de Dios estaban llenas de egoísmo, de pecado.

Residía en un lugar rodeado de iglesias de distintas denominaciones. En su afán por encontrar la solución al problema de su conciencia, procuró el consejo de cada una de ellas, pero ninguna pudo satisfacer su necesidad. Unas le enseñaban que le urgía consagrar su vida aún más, ayunar y orar con más intensidad. Le decían que necesitaba ser paciente, pues un día el Señor lo libraría de su condición. Le hacían ver que su santidad era progresiva, que iría creciendo en ella. Que fuera celoso en hacer el bien y en purificar su alma de pecado, porque: “sin santidad nadie verá al Señor”, le advertían.

Otros insistían que si pedía que el Espíritu quitara el pecado de su vida, Dios lo escucharía; el no puede negarle a sus hijos el pan que piden. Cristo había muerto para limpiarnos de toda maldad. La idea de que necesitaba ser limpio y que el Señor lo haría, le era incomprensible, y zarandeaba su confianza todavía más. Al mirar su experiencia reconocía que el pecado continuaba con él, esto le hacia pensar que Jesús no había hecho esa obra de limpieza que tantos le prometían, y que realmente no era salvo. Le machacaban que su problema era falta de fe, necesitaba creer.

En su desesperación entró a una de las iglesias.  Encontró a un pastor, muy bien intencionado, predicando acerca de la vida cristiana y lo que significaba vivir en santidad. Decía que aquellos que Dios llamó, les dio un nuevo corazón y un nuevo espíritu para destruir el dominio del pecado y darle muerte a las pasiones. Lo que haría que ellas se debilitaran y se fortaleciera cada vez más la capacidad para obedecer y cumplir con sus mandamientos. Aseguraba que la santificación sería imperfecta en esta vida por cuanto dejaba en nosotros residuos del pecado. Que a causa de la corrupción restante que prevalece por algún tiempo, estaríamos en una lucha constante, pero que por la continua fuerza suplida por el Espíritu el creyente la vencería, logrando la perfección en la santidad de Dios.

Estas palabras eran como punzones en su pecho. No podía quitar de su menta la idea del residuo; “quizás no soy un pecador tan grande”, se decía a sí mismo,  en procura de algún consuelo. Con todo, mientras más meditaba en ellas, más desconsoladoras le parecían. Sabía que un simple pecado era suficiente para cerrar las puertas del Paraíso, y le atormentaba el pensar que la muerte lo sorprendiera, con ese residuo de pecado, sin haber alcanzado la perfección de su carácter y la erradicación de la maldad de su interior. Cómo entraría a la presencia de Dios en el día en que lo llamara a cuentas si continuaba en él ese remanente de maldad. Esto lo aterraba, y le quitaba toda su paz.

“Sebastián como tú estás”—le pregunté, “tratando de ser un santo”, me respondió.

El problema de Sebastián es el mismo de muchos cristianos que se les ha enseñado a mirar a sus corazones en busca de paz. La iglesia no sólo ha distorsionado la gran verdad de la justicia por la fe, también ha distorsionado la verdad de la santificación. El caso de Sebastián no es único, ilustra la condición de todos aquellos que procuran vivir una vida cristiana honesta, esforzándose por erradicar el pecado de sus vidas. Éstos no sólo viven inseguros de su santidad, también de su salvación. Si deseas saber cómo piensa una persona respecto a su salvación pregúntale qué cree sobre la santificación. Así de importante es esta doctrina. El no entenderla correctamente, hará que no aprecies con claridad lo que Jesucristo hizo; por lo que perderás la paz y vacilarás cada día por tu inseguridad.

La santificación en lugar de ser la piedra sobre la cual el creyente se sostiene, es el pantano de su inseguridad. En lugar de ser los ojos que miran al cielo, son los ojos que miran a su interior. La doctrina de la santificación en la teología cristiana en lugar de conducir al creyente a depender más de la justicia perfecta que tiene en Cristo, lo hace depender más en su propia justicia. En lugar de formar verdaderos creyentes está formando fariseos modernos, llenos de justicia propia. La evidencia de esto se ve en cuan poco se habla de la suficiencia de Cristo, de su obra como representante del hombre y del papel que desempeña su perfecta justicia en la vida del creyente. ¡Pobres almas, están destinadas a sufrir en desesperación e inseguridad porque rehúsan creer que hemos sido santificados mediante la ofrenda del cuerpo de Jesucristo una vez para siempre! (Hebreos 10:10).

 

 

 

 

 

2 thoughts on “Lo que crees afecta tu salud”

    1. Bendiciones, hermano Josbel. Puede publicar nuestro material. Por favor ponga un link a nuestra página.

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