Muchas veces le echa en el fuego y en el agua, para matarle; pero si puedes hacer algo, ten misericordia de nosotros, y ayúdanos. Jesús le dijo: Si puedes creer, al que cree todo le es posible. E inmediatamente el padre del muchacho clamó y dijo: Creo; ayuda mi incredulidad (Marcos 9:22-24).
Pero sin fe es imposible agradar a Dios; porque es necesario que el que se acerca a Dios crea que le hay, y que es galardonador de los que le buscan (Hebreos 11:6).
¡El Dios que se hizo carne trajo su reino a la tierra! Fue esta esperanza de gloria la que bendijo con su presencia no sólo a los judíos, sino también a los gentiles: al mundo entero. El pasaje relata la agonía de un padre al ver a su hijo atormentado por los demonios. Admite que es pobre defensor, al igual que impotente, para cambiar su condición. ¿Podrías imaginar el dolor y el sufrimiento que experimentaba su hijo? Los demonios lo echaban en el fuego y en el agua, dos elementos de la naturaleza con la capacidad para destruir la vida, y que amenazaban con extinguir la del atormentado muchacho. “Cualquier cosa sería mejor que su condición actual”, de seguro que pensaba el padre.
El padre se hallaba a las puertas del reino de Dios; sanidad, alivio y la paz se encontraban frente a él. “… Si puedes hacer algo, ten piedad de nosotros y ayúdanos”, fue su ruego. La petición era un grito desesperado departe de un hombre completamente impotente. Ve a su hijo en esa condición, y se desespera; si los espíritus fueran hombres, se enfrentaría con una legión de ellos si con esto pudiera lograr la restauración de su hijo, pero él no puede hacer nada en absoluto. Ruega, busca ayuda en los discípulos, aun ellos le fracasan. Tal parecía que no había respuesta para su necesidad. Esta es la condición real de la humanidad: se halla incapacitada para cambiar su condición.
La curación del muchacho se convirtió en una señal distintiva del reino de Dios; demostró la verdadera naturaleza de Dios y lo que podía lograr por medio del Evangelio. La grandeza del Todopoderoso se aprecia en marcado contraste con la incapacidad del hombre. Todos necesitan darse cuenta, al igual que este padre, que nada pueden hacer para redimirse a sí mismos del poder del infierno que reclama el derecho sobre sus vidas. Fue Cristo, al asumir nuestra humanidad, quien logró lo imposible. Como testifica la Escritura: “Por cuanto los hijos participaron de carne y sangre, él también participó de lo mismo, para destruir por medio de la muerte al que tenía el imperio de la muerte, a saber, el diablo”. Muy a menudo Dios tiene que permitir nuestra frustración, nos lleva a desesperarnos para que abandonemos el empeño enfermizo de salvarnos a nosotros mismos. Quizás no era el hijo el que peor se encontraba, sino el padre; porque el hijo en su incapacidad nada podía hacer, se encontraba a merced de lo que los demás hicieran por él. Pero el padre, desesperado, estaba haciendo todo esfuerzo por remediar la condición de su hijo. Muy probable que lo llevó a los doctores, a los mejores curanderos del pueblo; experimentó con nuevos tratamientos; hasta que un día entendió cuán ineficaces fueron sus esfuerzos para salvar a su hijo. Es en este estado de desesperación y bajo la convicción que sólo Cristo podría realizar el milagro, que viene en procura de ayuda.
“Creer” es reconocer nuestra cautividad en el pecado, saber que su salario es la muerte; entender que aparte de la solución que Dios ofrece, estamos perdidos para siempre. Es aceptar nuestra impotencia aun en responder al llamado de la fe: “para el que cree todo es posible”. Darnos cuenta que necesitamos la asistencia del Cielo también para responder, y gritamos: Creo, ayuda mi incredulidad. Necesitamos a Cristo no sólo para que nos salve de nuestra condición, también para que responda en nuestro lugar con la perfecta fe que obtiene la promesa. La fe de Cristo viene al socorro de nuestro grito desesperante de auxilio. Aquel padre angustiado no sólo dijo: “Yo creo”, reconoció la misma debilidad de su fe, por lo que fue testigo de lo imposible: ¡Entró en el reino de los cielos! Y recibió también el deseo de su corazón: la curación de su hijo. De igual manera debemos hacer nosotros, venir a Cristo sin confianza alguna en el poder del hombre y ni siquiera en la capacidad de nuestra fe para adquirir la promesa. La fe salvadora vocifera: ayuda mi incredulidad. Cuando nos veamos en total bancarrota, apreciaremos el inmenso valor y la suprema importancia de Cristo para nuestra salvación. Mientras pensemos que hay algo, no importa cuán insignificante sea, que Dios pueda ver en nosotros, nos confiaremos en ello para nuestra seguridad; y esa misma muletilla será la causa de nuestra desesperación y ruina.
El relato muestra tanto la incapacidad del padre como la de los discípulos. Ellos también lucharon por sanar al muchacho, pero no pudieron. Sorprendidos preguntan: ¿Por qué nosotros no pudimos echarlo fuera? Jesús les dijo: Por vuestra poca fe; porque de cierto os digo, que si tuviereis fe como un grano de mostaza, diréis a este monte: Pásate de aquí allá, y se pasará; y nada os será imposible. ¡Cuán desesperante es la condición del ser humano! Si de nuestra fe depende el recibir la promesa entonces, ¿cuándo la recibiremos? Si los apóstoles no pudieron hacerle frente a los demonios por su poca fe, cómo pretendemos salvarnos a nosotros mismos con nuestra débil fe. Si nuestra débil fe no puede mover montañas, cómo esperamos mover el gran monte de nuestra condenación.
Nota el contraste. Jesús le dice a sus discípulos que ellos no pudieron sanar al enfermo por la falta de fe, los reprende llamándoles generación incrédula, de seguro que el padre del muchacho escuchó la conversación. Es en ese momento que Jesús se dirige al padre y le dice: “Si puedes creer, al que cree todo le es posible. E inmediatamente el padre del muchacho clamó: Creo; ayuda mi incredulidad”. Sin titubear un instante el hombre reconoció el problema, sabía que su fe no era ni siquiera como un grano de mostaza. Por lo que de prisa pidió que Cristo socorriera su débil fe al igual que a su hijo enfermo. El relato pretende mostrar el poder de Cristo para librar al hombre del juicio y la impotencia de nuestros actos, aun de nuestra misma fe, para alcanzar la promesa. El relato no se registra para probar que Cristo tiene poder para sanar o que es un poderoso exorcista, con un control total de los demonios y la enfermedad, ¡No! el propósito es mostrar que la salvación no puede venir por otro medio que no sea Cristo.
Para que vengamos desesperados a refugiarnos en Cristo necesitamos ver la debilidad aun de nuestra misma fe. Nuestra seguridad no debe ponerse en ningún momento en nada que podamos hacer, sino en la vida, muerte y resurrección de Cristo. Esto es así para que nadie se gloríe en la carne y tenga que reconocer que la gloria y la alabanza pertenecen al Señor. Los que han de agradar a Dios necesitan confesar esta verdad. Y le agradamos al confiar en la plenitud de la obra de redención que Dios efectuó en Cristo. Para agradarle, debes hacer como el padre del muchacho endemoniado: reconocer quién eres, dónde te encuentras, y lo que has tratado de hacer para remediar tu culpa, dolor y necesidad; y confesar que nada has cambiado, que permaneces fuera del reino, sin protección contra los poderes del mal.
Entrar en su reino es “creer que él existe y que recompensa a los que le buscan”. Y los que le buscan lo harán desesperados, angustiados, bajo la horrenda convicción de que están perdidos y que el Salvador es el único remedio posible. No busca a Dios quien pretende que puede hacer algo, que hace a Dios su asistente para salvarse a sí mismo. No busca a Dios quien piensa que Dios es sólo una ayuda, un suplemento a su deficiencia; pensando que, aunque está mal, no está tan mal como para no participar en su propia salvación. Los que en realidad buscan a Dios lo hacen con desesperación, convencidos que en ningún otro hay salvación. De estos la Escritura declara: Gócense y alégrense en ti todos los que te buscan, y digan siempre los que aman tu salvación: Jehová sea enaltecido (Salmo 40: 16).
Otro articulo que nos hace pensar en cuan grande es nuestra impotencia aun para poder creer.
En la fe no existe merito alguno. La fe es el medio por el cual reconocemos nuestra total incapacidad moral y de poder salvarnos a nosotros mismos, y a la vez, reconocemos y aceptamos que el Hijo de Dios, el Mesias, el Cristo es el unico medio por el cual somos aceptados, bendecidos y santificados para honra y gloria de Dios.
Si, el padre reconocio la unica verdad y remedio para la cura de su hijo esclavizado y sufriente: el amor, la misericordia y la gracia de un Padre amante y del unico Intersesor; Jesucristo Dios.
Bendiciones hermano, y continua exponiendo la Luz que alumbra a todos los hombres.