Jim Cymbala, pastor de una iglesia en los suburbios de Nueva York, cuenta la siguiente historia: Era el domingo de Pascua y estaba tan cansado al final del día que me dirigí a la orilla de la plataforma, me desaté la corbata, me senté y puse mis pies sobre el borde de ella. Fue un maravilloso servicio, mucha gente aceptó el llamado y pasaron al frente. Entretanto descansaba, los consejeros hablaban con estas personas. Levanté la mirada hacia la nave central, y allí, en la tercera fila, se encontraba un hombre despeinado y sucio que aparentaba unos cincuenta años. Él me miró con timidez, y me dijo: “¿Puedo hablar contigo?”. Todo el tiempo tenemos gente que vive en la calle que viene a pedir dinero. Aunque me da avergüenza reconocerlo, me dije a mí mismo: “¡Qué manera de terminar un domingo! Tuve un buen tiempo predicando y ministrando y aquí está este hombre, probablemente quiere algo de dinero para más licor”. Él se acercó. Cuando estuvo a unos cinco pies de mí, pude oler un olor horrible como nunca lo había olido en mi vida. Tan horrible era que, cuando estaba cerca, miraba a los lados para tomar algo de respiración para poder hablar con él, y luego miraba a otro lado para inhalar, porque no podía respirar frente a él. Le pregunté: ¿Cuál es tu nombre? —David, me respondió. ¿Cuánto tiempo has estado en la calle?, —Seis años. ¿Qué edad tienes? —Treinta y dos. Parecía de cincuenta; con el pelo enmarañado, le faltaban dientes y con ojos ligeramente satinados. ¿David dónde durmió ayer por la noche?, le pregunté por curiosidad —en un camión abandonado, me contestó.
En mi bolsillo trasero guardo un clip de dinero, que también tiene algunas tarjetas de crédito. Busqué elegir un dólar mientras pensaba: “le daré algo de dinero. Ni siquiera buscaré un voluntario. Todos están ocupados hablando con los demás”. Normalmente no damos dinero a la gente, preferimos llevarlos a comer algo. Sin embargo, en esta ocasión decidí darle dinero. David extendió su mano para empujar la mía y me dijo: “Yo no quiero tu dinero. Quiero ese Jesús del que estuviste hablando, porque no voy a durar mucho. Moriré en la calle”. Me olvidé por completo de David, y empecé a llorar por mí mismo. Iba a darle un par de dólares a alguien que Dios me había enviado. ¿Ves cuán fácil es? Pude poner como excusa que estaba cansado. Pero realmente no había excusa. No estaba viendo la cosas como Dios las veía. No estaba sintiendo lo que Dios siente. Pero, ¡Gracias a Dios todo cambió!
David se quedó inmóvil. No sabía lo que estaba sucediendo. Le rogué a Dios: “Dios, ¡perdóname! ¡Perdóname! Por favor perdóname. Me duele el representarte de esta manera. Lo siento mucho. Aquí estoy con mi mensaje y mis puntos, me enviaste a alguien y no estoy preparado para recibirlo”. Algo me pasó. De repente empecé a llorar más profusamente, y David comenzó a llorar. Cayó sobre mi pecho, colocó su cara sucia sobre mi camisa blanca y corbata; de inmediato puse mis brazos alrededor de él y lloramos juntos. El olor de su persona se convirtió en un delicioso aroma. Esto es lo que pensé que el Señor hizo real para mí aquel día, pensé que me decía: “Si no te gusta ese olor, no puedo usarte, porque para esto te llamé donde estás. Para esto te elegí, para este tipo de olor”. David aceptó la salvación en Cristo y de inmediato comenzó a memorizar, de manera increíble, porciones de la Escritura. Le conseguimos un lugar para vivir. Lo contratamos en la iglesia para hacer el mantenimiento, y le mandamos a arreglar los dientes. Era un hombre guapo cuando salió del hospital. Lo desintoxicaron en seis días. Pasó el día de acción de gracias en mi casa, también la Navidad. Cuando estuvimos intercambiando regalos, sacó una pequeña envoltura y dijo: “Esto es para ti”. Era un pañuelo blanco. Era lo único que podía ofrecer. Un año después David se levantó y habló de su conversión a Cristo. Desde el momento en que tomó el micrófono y comenzó a hablar, me dije: “El hombre es un predicador”. Poco después lo ordenamos. Hoy es un ministro asociado de una iglesia en Nueva Jersey. Y yo estuve cerca de decir: “Ven, toma esto, soy un predicador ocupado”.
¡Ves cuán maravillosa es la gracia, que horrible hubiese sido el destino del hombre si Dios no la hubiese otorgado! Ella marca la diferencia entre vivir sin esperanza y la paz de saber que estás bien con el cielo; y que te espera un glorioso futuro. Para mi representó nacer a una nueva vida, un mundo diferente; libre de las cargas que imponen los hombres, llena de privaciones, sin libertad para expresar gratitud y adoración a Dios. Tras descubrirla hice la decisión de proclamar, por el resto de mis días, esta verdad que tanta paz me proporcionó. Sin la gracia el camino al reino fue para mí como subir una empinada montaña sin esperanza de llegar a su cumbre. Gracias al Padre amoroso que tenemos en los cielos, que no deja en oscuridad a los que desean su luz, pude entender que Jesús en mi lugar ya la había subido y había llegado a la cima. Y, cuando él lo hizo, yo también subí la cúspide de la perfección divina y, desde allí, hoy, completo en Cristo, continúo esperando y contemplando a la distancia la nueva Canaán, la Jerusalén de Dios.
William Stacy Johnson declaró que: “Gracia es la determinación de Dios de no ser Dios sin nosotros”. Estas palabras quieren decir que él no desea continuar un minuto sin ti, te ama demasiado para dejarte abandonado. Esto descubres desde el momento en que penetras el mundo de este maravilloso libro, la Biblia. Cada una de sus páginas, ya sea directa o indirectamente, apuntan a esta verdad; como el eslabón que unifica todo pensamiento y toda promesa divina. Todo lo debes a la gracia, y sin ella no tendrías esperanza alguna; pues ella se interpone entre la justa ira de Dios y tu pecado.
Conocerla es de fundamental importancia para comprender las Escrituras, al igual que para tu paz mental. Personas con un concepto equivocado de ella no pueden vivir vidas en reposo, ni tener una opinión correcta de Dios. Desarrollan un espíritu farisaico o caen a tal grado en desesperación que su vida se convierte en un infierno en la tierra. Juan Bunyan es un ejemplo de una vida así. Los siguientes párrafos muestran lo que experimentó antes de conocer el perdón misericordioso de Dios. Escribió:
“…nunca había tenido más tierna la conciencia contra el pecado, y me atormentaba todo toque de mal. Apenas podía hablar por temor de decir algo equivocado. ¡Con cuánto cuidado me conducía en todo cuanto hacia o decía! Me hallaba en una ciénaga que me tragaba aunque me moviera poco, y me parecía que Dios, Cristo, el Espíritu y todas las cosas buenas me habían abandonado allí. Él me mostró, sin embargo, que estaba perdido y no tenía vida, a causa de los pecados que había hecho. Entendía muy bien que necesitaba una justicia perfecta para presentarme sin mancha delante de Dios. Pero había nacido en el pecado y la contaminación; ésta era mi gran desgracia y aflicción. Me sentía más despreciable a mis propios ojos que un sapo, y tenía la impresión que podía decir lo mismo a los ojos de Dios. Podía ver que el pecado y la corrupción procedían de mi corazón de modo tan natural como fluye el agua de un manantial. Pensaba que todos tenían un corazón mejor que el mío; hubiese cambiado mi corazón por el de cualquier otro; pensaba que ninguno, excepto el diablo mismo, podía igualarse a mi en cuanto a la maldad interna y a la contaminación de la mente. Y así caí otra vez en la más profunda desesperación debido a mi vileza, porque llegué a la conclusión de que esta condición en que me encontraba no existiría en mí si estuviera en estado de gracia. Sin duda Dios me ha abandonado, me ha entregado al diablo y a una mente reprobada, pensé. Y así continué durante varios años”.
Bunyan llegó a conocer la gracia y se convirtió en un poderoso instrumento de Dios. Vidas como la de este siervo del Señor demuestran cuan importante es la gracia para levantar al hombre de su estado caído y de la oscura noche de una conciencia culpable.
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Nos tomamos la libertad de traducir su comentario para las personas que sólo leen el español. Gracias por sus palabras, espero que esta página pueda ser de bendición para su vida.