Para muchos la experiencia ofrece un conocimiento de Dios más elevado que la revelación. Creo que la enciclopedia Británica está en lo cierto cuando establece que “en la medida en que la revelación se identifica con una profunda experiencia personal y con la transformación, se enfatizará más en la preparación espiritual del sujeto mediante la oración y el ascetismo. Entre las grandes religiones vivas del mundo, hay un amplio acuerdo en que la revelación no se la puede comunicar plenamente solo por los libros y sermones, sino por una experiencia inefable, supra-racional.” Esto es cierto en el ámbito de las religiones, pero no en el cristianismo. A este sentido de la experiencia nos oponemos porque hace del hombre el centro, y la revelación pasa a ser una actividad de carácter humana; terminando por ser la subjetividad del adorador el canal de la revelación.
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Cada creyente es responsable delante de Dios de corregir su carácter, de servir a Dios en el círculo del hogar y la iglesia, de expresar el amor y la caridad hacia sus semejantes. El cristianismo de hoy piensa que amenazando con el infierno a los que no viven de esta manera logrará que sean más celosos de Dios. Esto es como pedirle a una prostituta
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Cristo dejó de ser para muchos cristianos un personaje real que vivió en la historia y que se encuentra en los cielo con un cuerpo de carne. Dejó de ser el Poderoso Intercesor que aboga diariamente por sus débiles y pecaminosos hijos, para convertirse en una mera influencia de poder en el corazón, una experiencia que transforma al creyente
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La revista “Times” presentó una historia interesante; reportó sobre el caso de William B. Small, oftalmólogo metodista de Iowa que murió en el 1939. Dejó estipulado en su testamento que repartieran su fortuna de $75,000 dólares entre las personas que creyeran en los principios fundamentales del Cristianismo. Cuando su esposa murió en
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Formando mentes con una visión positiva del futuro